Hoy en día, poner la lavadora se ha convertido en una acto de lo más normal (a pesar del precio de la electricidad), pero hace unos cuantos años, lavar la ropa suponía un trabajo la mayoría de veces agotador, ya que las casas carecían de agua corriente. Había que hacer un notable esfuerzo para desplazarse al rio o al arroyo cargados con la ropa y las sábanas, incluso en los pueblos que había lavaderos estos solían estar en las afueras de los mismos.
Esta tarea normalmente la hacían las mujeres, en una sociedad tremendamente machista, los hombres se desentendían de todo lo relacionado con el hogar.
Las casas pudientes que se lo podían permitir contrataban a mujeres para lavar la ropa. Así nació el oficio de “lavandera”, mujer con pocos recursos económicos que ajustaba el precio de lavandería de acuerdo al número de piezas que lavaba. Se pagaba a un tanto la pieza, que era fijado por los demandantes del servicio o por acuerdo y que sólo permitía obtener una retribución muy escasa, propia de la época, que completaba los ingresos familiares
Las lavanderas cargadas con
su hato de ropa, la tabla de lavar o banca y el jabón llegaban temprano para
coger un buen sitio soleado. Primero
mojaban la ropa y luego la enjabonaban con jabón, generalmente hecho en casa
con sebo y grasa. Luego se frotaba con fuerza sobre la banca hasta conseguir
sacar la suciedad. Posteriormente la aclaraban y volvían a dar un segundo
enjabonado con el que esponjaba más la ropa, para luego aclararla y ponerla al
sol, bien sobre la hierba o colgándola entre los árboles.
Era un
trabajo muy duro sobre todo en invierno, muchas veces había que romper los
hielos que se formaban con las bajas temperaturas. Los sabañones y la artrosis
dejaban su presencia en estas aguerridas mujeres, que a pesar de todo hacían su
trabajo con soltura, muchas veces cantando alegres coplas que hacían la tarea
más llevadera.
“Lavandera que en el rio lavas
con el agua y el rico jabón
deja de lavar un rato
mientras dure y descansa mi amor”
(Danza de paloteo de los danzantes
de Frómista)
La acción de lavar se completaba posteriormente en casa con la colada, que venía a ser la acción de blanquear la ropa colándola con ceniza y agua bien caliente. Se hacía esto introduciéndola en una comporta de mimbre (anteriormente de madera, y posteriormente de cinc), colocada sobre una escurridera, y una vez llena de ropa, cubierta por encima con un paño sobre el que se colocaba la ceniza.
El uso de la ceniza para blanquear es
una técnica que se ha usado durante siglos y tiene una explicación: Al verter el
agua caliente sobre la ceniza, lo que hace es arrancarle a esta, mediante la
disolución, los carbonatos de sodio y de potasio, y colarlos por el lienzo (de
ahí el nombre de colada) e ir extendiéndolos por toda la ropa.
Todavía hoy no se ha descubierto ningún producto ni lejía que
llegue a igualar el efecto blanqueador de aquella técnica de nuestras abuelas.
El
trabajo de las lavanderas fue fundamental en las economías pobres urbanas y
rurales, sobre todo a partir del siglo XVIII, cuando una demanda creciente de
este servicio trajo consigo la especialización de las mujeres de los pueblos
cercanos a las ciudades. Estas sufridas mujeres a las que hoy desde la
comodidad que supone lavar la ropa en la
lavadora, las reconocemos lo que supuso su trabajo y rendimos este pequeño
homenaje.
Fuentes: Del rio al lavadero, el duro oficio de lavandera- J. de la Cruz
Internet
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